Detrás de cada recuerdo, en medio del abismo que lo rodea, hay un nombre que cae vacío. Eso fue lo que soñé el otro día. Los recuerdos eran islotes desolados, en medio de un inmenso mar cristalino. Quizás no era un mar, sino un lago. Un lago helado por el que nadábamos ella y yo, desnudos. En cada islote un recuerdo, sí, un momento, un verano, un invierno, un cumpleaños, un asado, mi familia, su familia, el café frío, la cocina sucia, peleas, festejos, sexo, salidas, amigos. Y en el medio nosotros dos, solos, sin criaturas marinas acechándonos, sin barcos en el horizonte, sin salvavidas custodiándonos. Era como ese poema de Viel Temperley que dice "Soñé que nos hundíamos y que después nadábamos hacia la costa lentamente y que de nuestras sombras de color verde claro huían los tiburones." Esos éramos nosotros, nadando lentamente a la orilla, sin tiburones.
Y en el medio, su nombre cayendo vacío, como el eco lejano del canto de una sirena, o como una radio perdida que sigue trasmitiendo. Un nombre sin cuerpo, sin rostro, sin alma, sólo un nombre. Y de repente, era yo el que estaba solo, y era mi boca la que llamaba por su nombre a aquella figura ausente. Y ella no aparecía. Y yo le rogaba a un dios en el que nunca creí que por favor trajera a los tiburones. Pero no venía nadie. Nadie.
Los islotes quedaban ya muy lejos, y sin importar cuan fuerte patalease, nunca iba a llegar a la costa. Agité mis pies fuertemente, pero era como agitar los brazos para intentar volar, el agua no ofrecía resistencia. "Nunca vi un agua tan transparente" pensé. Y con los islotes ya muy lejos, me pareció verla a ella, que hasta hace unos segundos enrollaba mi cuello con sus brazos, parada sobre tierra firme, dándome la espalda. La llamé. Grite fuerte. Lo más fuerte que pude. Pero no hubo caso, lo único que logré ver fue su silueta desnuda que se hundía cada vez más en el horizonte. La llamé por última vez. Su nombre caía vacío.
Me desperté sobresaltado, pero sin recordar por qué, y tardé varias horas en reacomodar el sueño en mi cabeza. Ya en el trabajo no pude dejar de pensar en el sueño, y en los recuerdos con forma de islotes. Y sobre todo, en el que ella estaba parada, mientras se hundía en el horizonte.
Era una especie de bosque con una casa desmejorada. Originalmente era blanca pero estaba teñida por la humedad, y las enredaderas avanzaban de manera anárquica sobre la pared lateral. En realidad el patio debería dar a las veras del río, de una de las tantas bifurcaciones del delta, pero en el sueño, era el frente el que daba al mar.
No es que en esa casa hayamos pasado nuestros mejores momentos, ni mucho menos. De hecho, no recuerdo casi nada de nuestra estadía ahí. La habían alquilado unos amigos hace varios años para unas vacaciones y nos habían invitado a pasar unos días con ellos. La primer noche fue tranquila, llovía muy fuerte y nos fuimos a acostar temprano, después de poner ollas y baldes en el piso, donde caía el agua que se filtraba del techo. Al parecer yo era el único al que no le importaba la música que hacían las gotas percutiendo contra el fondo del balde.
Al día siguiente nos levanto el calor insoportable y el estruendo de las chicharras, el sol caía de canto sobre el bosque y era como si todas las densas nubes que el día anterior cubrían el cielo se hubiesen desplomado sobre nosotros dando paso a un cielo celeste que se entreveraba detrás de la copa de los árboles. Almorzamos junto al río, que había crecido significativamente, y a la hora de la siesta tomé un gran neumático, lo até a un árbol con una soga gruesa y me tiré a tomar sol.
Me quedé dormido. Me desperté en otro lugar a dos kilómetros de la casa. Río abajo. Emprendí el retorno con calma, dos viejos pasaban remando en un bote, ellos me indicaron el camino de regreso, pero pese a las precisas indicaciones no lograba encontrar el camino. Cada vez que avanzaba una distancia considerable comenzaba un ritual, gritando su nombre. De repente el grito se me antojó parecido al llamado de un animal, estaba cayendo la noche, y con la noche aparecían los llamados de los animales, y en medio de ellos su nombre. No obtenía respuesta, o por lo menos, no la que esperaba, sino que el que me respondía era el bosque, el bosque y su ritual nocturno. Finalmente, en medio de la penumbra, las aves, las ranas, los insectos y los murciélagos, oí un grito distinto, parecido a mi grito, pero distinto. Era mi nombre, que llegaba de no muy lejos. La luna hacía eco en el río, y para ese momento esa era la única luz que veía. Seguí el grito, ese grito que se parecía a mi grito, ese grito que pertenecía a mi misma especie, y que sonaba con mi nombre, al igual que mi grito sonaba con el suyo.
No es que en esa casa hayamos pasado nuestros mejores momentos, ni mucho menos. De hecho, no recuerdo casi nada de nuestra estadía ahí. La habían alquilado unos amigos hace varios años para unas vacaciones y nos habían invitado a pasar unos días con ellos. La primer noche fue tranquila, llovía muy fuerte y nos fuimos a acostar temprano, después de poner ollas y baldes en el piso, donde caía el agua que se filtraba del techo. Al parecer yo era el único al que no le importaba la música que hacían las gotas percutiendo contra el fondo del balde.
Al día siguiente nos levanto el calor insoportable y el estruendo de las chicharras, el sol caía de canto sobre el bosque y era como si todas las densas nubes que el día anterior cubrían el cielo se hubiesen desplomado sobre nosotros dando paso a un cielo celeste que se entreveraba detrás de la copa de los árboles. Almorzamos junto al río, que había crecido significativamente, y a la hora de la siesta tomé un gran neumático, lo até a un árbol con una soga gruesa y me tiré a tomar sol.
Me quedé dormido. Me desperté en otro lugar a dos kilómetros de la casa. Río abajo. Emprendí el retorno con calma, dos viejos pasaban remando en un bote, ellos me indicaron el camino de regreso, pero pese a las precisas indicaciones no lograba encontrar el camino. Cada vez que avanzaba una distancia considerable comenzaba un ritual, gritando su nombre. De repente el grito se me antojó parecido al llamado de un animal, estaba cayendo la noche, y con la noche aparecían los llamados de los animales, y en medio de ellos su nombre. No obtenía respuesta, o por lo menos, no la que esperaba, sino que el que me respondía era el bosque, el bosque y su ritual nocturno. Finalmente, en medio de la penumbra, las aves, las ranas, los insectos y los murciélagos, oí un grito distinto, parecido a mi grito, pero distinto. Era mi nombre, que llegaba de no muy lejos. La luna hacía eco en el río, y para ese momento esa era la única luz que veía. Seguí el grito, ese grito que se parecía a mi grito, ese grito que pertenecía a mi misma especie, y que sonaba con mi nombre, al igual que mi grito sonaba con el suyo.
Pero no era ella la que me esperaba. Ella se había ido. De vuelta a la ciudad, donde no había bosque, ni murciélagos, ni sapos, ni todo ese ritual, que lejos de asustarme me tenía hipnotizado. Ella no soportaba el ritual, así como tampoco soporta mí ritual. Al día siguiente yo volví, quemado por el sol y completamente sucio, para retomar la vida cotidiana. La vida conyugal. La vida laboral.
Hoy cuando volví del trabajo pensé en mi sueño y en el fin de semana en El Tigre. Ahora, como en el sueño, como en el bosque, su nombre sigue cayendo vacío.
Gracias por el cierre.
ResponderEliminarDebo admitir que los primeros capítulos me hicieron tambalear. Con este sexto, un poco por la vuelta, un poco por el tono, ya estoy recuperada.
Pd: Pareciera que su nombre cae vacío, precisamente cuando otro misterio te hipnotiza.
ESTO NO ES UN CIERRE! Todavía queda mucho por andar. De ahora en más, voy a escribir uno, o dos capítulos por mes. Sino, me aburro!
ResponderEliminarMejor aún, entonces. Yo también empecé.
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