domingo, 25 de diciembre de 2011

Capítulo 8: Llueve sin llover.

Afuera llueve tedioso y sin gracia, como esas lluvias que vistas desde el balcón del departamento no parecen lluvias, sino otra cosa. El agua no moja, mata la luz, es el mediodía menos triste de todos los mediodías lluviosos, un mediodía hueco. La gente camina entre la luz mortecina de las doce como caminara cualquier otro día, con el pesado tamiz del aire sobre sus pequeñas cabezas, alrededor de sus pequeños brazos, dentro de sus pequeñas mochilas. Los chicos salen de la escuela, y caminan como si el agua no fuese otra cosa que un elemento recurrente en la vida. "No está lloviendo", pienso. Pero veo las pequeñísimas gotas transparentes. Yo, desde el balcón, no me mojo, por lo menos no como me gustaría estar mojándome. Siento que me gustaría estar empapado, gris y triste. Pero no, seco. 
Los domingos son días difíciles. Los domingos son días solitarios. Sin amigos, sin jefes, sin familia, solo la eterna sensación de desvelo y desperdicio que tiene cualquier domingo. Mirar todo desde arriba -desde el balcón- me da la sensación de estar sobre la cresta de una ola, preparado para caer en cualquier momento, hasta desparramarme por todo el asfalto. ¿Qué diría mi psicólogo?
Domingo de ribotril en vísperas de año nuevo. No tengo idea de cómo sacarme de la cabeza nuestras navidades. Pienso en los árboles adornados, las guirnaldas, los pesebres, el horrible pan dulce con fruta abrillantada que tanto insistías en traer, una y otra vez. 
Sigue lloviendo, es la lluvia menos poética que vi, y sin embargo guarda cierto encanto. Una lluvia fea,  sin el romanticismo wagneriano de las tormentas apocalípticas, sin el  meloso atractivo del arco iris, una lluvia austera, transparente, suspendida, tediosa, intrascendente. Siempre tiendo a proyectar en todo, hasta en una lluvia. La lluvia sola, la lluvia ignorada.
Me tomo de la baranda, me inclino para ver un poco más de calle. Estoy en la cresta de la ola. La misma cresta que sabe hacer de vértice de esta parábola temporal. La lluvia suspendida. Quizás no esté pasando el tiempo, y por eso llueve sin llover. Puedo imaginarme a mis espaldas el reloj de pared con las agujas detenidas. Cierro los ojos, lo visualizo, el tiempo no pasa, el año no termina. Cómo va a terminar esta historia. Cómo termina algo que empieza con un final. Cómo puedo avanzar con algo, si el tiempo se empeña en detenerse.
Y de pronto, en medio del desvarío, en medio de ese torbellino al que me someto, al que someto a mi cabeza, aparece un recuerdo tan inesperado que me cuesta creer que sea mío, un recuerdo tan ajeno a la melancolía en la que estoy sometido. Tardo unos minutos, una eternidad, en reconocerlo, en reconocerme, en reconocerla, como quien sale de una habitación oscura para adentrarse en el fulgor incandescente de una tarde de verano. Ese mismo fulgor es el que baña a la feria y a ella, y a su vestido amarillo. Tiene que haber una foto de aquel momento, por lo menos, yo tengo una foto de ese momento, con su mirada sobre el hombro, con los brazos cayendo a los costados, su piel cobre, y las manos suspendidas en un gesto ambiguo y delicado.
Corro a buscar la foto, revolviendo el cajón, vaciando cajas de zapatos, revisando notas. Pero no hay fechas, y los detalles del recuerdo se revelan confusos. ¿Verano? ¿Invierno? No se. ¿De qué año? Antes del 2002, eso seguro. ¿Vivíamos en Flores? Ninguna de las cajas guarda nada de lo que busco. Quizás me equivoqué, y no hay foto de eso. Un recuerdo tan personal, que se muere conmigo. Pienso en esto, intento garabatear la imagen en un papel y después maldigo mi falta de habilidades artísticas.
Ya me olvidé de que llueve, y no quiero volver al balcón, acá en la habitación no hay ventanas y casi ni llega luz, excepto por la luz de la tarde en la feria. Desde la oscuridad los recuerdos se agigantan, y las fotografías no tienen límites. Mejor dicho, la libertad de cada foto termina donde empieza la de la siguiente. A veces incluso se superponen formando una especie de secuencia cinematográfica. Me distraigo con las fotos, el reloj de la pared sigue quieto.
Y en medio de todo este rito, de nuevo, ya habiéndome olvidado de lo que disparó este domingo, encuentro la foto. Hay sin embargo algo distinto a mi recuerdo, pero no lo encuentro. Está el vestido, está la feria, incluso está el sol en la misma posición en la que imaginé que estaba. Pero algo es distinto. Ya se, la piel. La piel es distinta, menos cobriza, más lechosa, más rosada. Pero no puede ser. No puede haber sido. Y es que no es ella la de la foto, sino otra. La foto es mucho anterior a lo que pensaba. Tengo que esforzarme para acordarme de esta -otra- mujer. "Cuántos recuerdos encajonados" pienso. Sin embargo, tengo más recuerdos de aquella efímera relación -¿un año? ¿seis meses? no se- que de todo este último año. Todo lo que podía salir mal, salió mal con esta -otra- mujer, y sin embargo, la única foto que guardo es esta, tan luminosa, tan inmaculada de todo ese caos que atravesamos.
Ya son más de las seis de la tarde, y pasaron quince años desde que fue tomada esa foto. ¿Qué será de esta otra mujer hoy? Jamás volví a saber de ella. ¿Habrá vuelto a pensar en mí como yo pienso en ella ahora? Afuera ya no llueve, pero la misma luz aplasta las calles, así como lo hacía a mediodía. El tiempo no pasó en estas últimas seis horas. Hoy, a diferencia de otro días, no pienso en ella, sino en otra, y siento la misma melancolía, y por más que no me gusten las generalizaciones, pienso en todas las relaciones como una misma, todas las rupturas son las mismas, lo único que las diferencian son los besos, tan distintos unos de otros. Pienso en una canción de Serrat.
"...y por fría que sea mi noche triste
no echo al fuego ni uno solo 
de los besos que me diste..."
Desde la cresta de la ola, de la parábola, el borde del balcón, bajo hasta la cocina para cocinarme algo, no se, arroz para uno.

lunes, 17 de octubre de 2011

Capítulo 7: Otro día

El tiempo pasa. Esa es una verdad absoluta. A veces creo estar rodeado de verdades absolutas. Verdades como huecos, espacios vacíos, silencios. El silencio tiene otro significado, ya se. La carencia, es siempre lo mismo. Me estoy volviendo aburrido. ¿Alguna vez va a dejar de ser tan rutinario extrañarla? Siento como si no quisiera arrancarme esta ausencia. Su ausencia es lo único que me queda, la silla vacía, la cama grande, la única taza de café. Y entre toda esa falta... Pero ¿Por qué no me deshago de la carencia? Estoy condenado. Soy un hombre triste, decidido a llorar hasta mi muerte. ¡Qué patético!
Ella sale, detrás del mostrador, con un café y unas medialunas. El pelo suelto, todavía largo, castaño, los ojos sonrientes. Diez años, y todavía ella sigue sonriendo, como esa vez en la cafetería, como la última vez que la vi. El café se debe haber enfriado, y las mesas deben estar estropeadas, pero ella sigue, inmaculada, con el fulgor del sol espejado en la bandeja.
Cada vez parece ser peor, en la calle, todas las espaldas son su espalda. ¿Qué quiere decir eso? Todas las mujeres en las que me fijo me dan la espalda. Es como si todo el género se volviera en mi contra. Y mis amigos me llaman. Nuestros amigos. ¿Cómo habrá sido la repartija? ¿Cuáles son los que me tocan a mi? Sean quienes sean, no puedo compartir con nadie esto. Porque es difícil de explicar que no puedo simplemente dejarla ir. Porque es difícil de explicar que cada marca de mi cuerpo le pertenece, cada nueva mancha, cada nueva arruga.
Pero ella sigue inmaculada. Tengo ganas de gritar mi nombre, necesito convencerme a mi mismo, que detrás de este cuerpo estoy yo. Necesito remover la cabeza del cuerpo, para así preguntarme ¿acaso nunca voy a olvidar? ¿acaso no me puedo enamorar de nuevo?
Pero cómo me voy a enamorar, si todo el género me da la espalda.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Capítulo 6: El nombre vacío

Detrás de cada recuerdo, en medio del abismo que lo rodea, hay un nombre que cae vacío. Eso fue lo que soñé el otro día. Los recuerdos eran islotes desolados, en medio de un inmenso mar cristalino. Quizás no era un mar, sino un lago. Un lago helado por el que nadábamos ella y yo, desnudos. En cada islote un recuerdo, sí, un momento, un verano, un invierno, un cumpleaños, un asado, mi familia, su familia, el café frío, la cocina sucia, peleas, festejos, sexo, salidas, amigos. Y en el medio nosotros dos, solos, sin criaturas marinas acechándonos, sin barcos en el horizonte, sin salvavidas custodiándonos. Era como ese poema de Viel Temperley que dice "Soñé que nos hundíamos y que después nadábamos hacia la costa lentamente y que de nuestras sombras de color verde claro huían los tiburones." Esos éramos nosotros, nadando lentamente a la orilla, sin tiburones.
Y en el medio, su nombre cayendo vacío, como el eco lejano del canto de una sirena, o como una radio perdida que sigue trasmitiendo. Un nombre sin cuerpo, sin rostro, sin alma, sólo un nombre. Y de repente, era yo el que estaba solo, y era mi boca la que llamaba por su nombre a aquella figura ausente. Y ella no aparecía. Y yo le rogaba a un dios en el que nunca creí que por favor trajera a los tiburones. Pero no venía nadie. Nadie.
Los islotes quedaban ya muy lejos, y sin importar cuan fuerte patalease, nunca iba a llegar a la costa. Agité mis pies fuertemente, pero era como agitar los brazos para intentar volar, el agua no ofrecía resistencia. "Nunca vi un agua tan transparente" pensé. Y con los islotes ya muy lejos, me pareció verla a ella, que hasta hace unos segundos enrollaba mi cuello con sus brazos, parada sobre tierra firme, dándome la espalda. La llamé. Grite fuerte. Lo más fuerte que pude. Pero no hubo caso, lo único que logré ver fue su  silueta desnuda que se hundía cada vez más en el horizonte. La llamé por última vez. Su nombre caía vacío.

Me desperté sobresaltado, pero sin recordar por qué, y tardé varias horas en reacomodar el sueño en mi cabeza. Ya en el trabajo no pude dejar de pensar en el sueño, y en los recuerdos con forma de islotes. Y sobre todo, en el que ella estaba parada, mientras se hundía en el horizonte.
Era una especie de bosque con una casa desmejorada. Originalmente era blanca pero estaba teñida por la humedad, y las enredaderas avanzaban de manera anárquica sobre la pared lateral. En realidad el patio debería dar a las veras del río, de una de las tantas bifurcaciones del delta, pero en el sueño, era el frente el que daba al mar. 
No es que en esa casa hayamos pasado nuestros mejores momentos, ni mucho menos. De hecho, no recuerdo casi nada de nuestra estadía ahí. La habían alquilado unos amigos hace varios años para unas vacaciones y nos habían invitado a pasar unos días con ellos. La primer noche fue tranquila, llovía muy fuerte y nos fuimos a acostar temprano, después de poner ollas y baldes en el piso, donde caía el agua que se filtraba del techo. Al parecer yo era el único al que no le importaba la música que hacían las gotas percutiendo contra el fondo del balde. 
Al día siguiente nos levanto el calor insoportable y el estruendo de las chicharras, el sol caía de canto sobre el bosque y era como si todas las densas nubes que el día anterior cubrían el cielo se hubiesen desplomado sobre nosotros dando paso a un cielo celeste que se entreveraba detrás de la copa de los árboles. Almorzamos junto al río, que había crecido significativamente, y a la hora de la siesta tomé un gran neumático, lo até a un árbol con una soga gruesa y me tiré a tomar sol. 
Me quedé dormido. Me desperté en otro lugar a dos kilómetros de la casa. Río abajo. Emprendí el retorno con calma, dos viejos pasaban remando en un bote, ellos me indicaron el camino de regreso, pero pese a las precisas indicaciones no lograba encontrar el camino. Cada vez que avanzaba una distancia considerable comenzaba un ritual, gritando su nombre. De repente el grito se me antojó parecido al llamado de un animal, estaba cayendo la noche, y con la noche aparecían los llamados de los animales, y en medio de ellos su nombre. No obtenía respuesta, o por lo menos, no la que esperaba, sino que el que me respondía era el bosque, el bosque y su ritual nocturno. Finalmente, en medio de la penumbra, las aves, las ranas, los insectos y los murciélagos, oí un grito distinto, parecido a mi grito, pero distinto. Era mi nombre, que llegaba de no muy lejos. La luna hacía eco en el río, y para ese momento esa era la única luz que veía. Seguí el grito, ese grito que se parecía a mi grito, ese grito que pertenecía a mi misma especie, y que sonaba con mi nombre, al igual que mi grito sonaba con el suyo.
Pero no era ella la que me esperaba. Ella se había ido. De vuelta a la ciudad, donde no había bosque, ni murciélagos, ni sapos, ni todo ese ritual, que lejos de asustarme me tenía hipnotizado. Ella no soportaba el ritual, así como tampoco soporta mí ritual. Al día siguiente yo volví, quemado por el sol y completamente sucio, para retomar la vida cotidiana. La vida conyugal. La vida laboral.

Hoy cuando volví del trabajo pensé en mi sueño y en el fin de semana en El Tigre. Ahora, como en el sueño, como en el bosque, su nombre sigue cayendo vacío.